Correspondencia #6 (español)

24 Jun 2020
Evandro Teixeira, Caballería en la Candelaria, 29 de marzo de 1968. Cortesía: Evandro Teixeira. Acervo Instituto Moreira Salles.

A lo largo del año 2020, a través de cartas como ésta, el cuerpo curatorial de la 34ª Bienal de São Paulo hace públicas reflexiones sobre la construcción de la muestra. Esta sexta carta fue escrita por Paulo Miyada. Traducida al español por Ana Laura Borro.



Un ensayo. Intento de estar junto a una cierta idea sin aislarla, pero, antes, caminando a su lado mientras ella se entreteje con flujos de pensamientos, acontecimientos y reminiscencias. 

Esto es un ensayo sobre el ensayo. Una asociación de reflexiones sobre el ejercicio procesual de acercarse a algo por prueba y error. Una forma abierta que debate la apertura de los aprendizajes.

El artista carioca Hélio Oiticica vivió en el exterior durante los años documentados como los más violentos del régimen militar en Brasil, aquellos que sucedieron al Acto Institucional Nº 5 (AI-5) de diciembre del 1968. De vuelta al país en 1978, testimonió la incompletitud de la distensión “lenta, gradual y segura” de la dictadura, prometida por el general Ernesto Geisel: a pesar de la disminución de los ataques a los políticos, activistas, periodistas, estudiantes, sindicalistas, artistas, abogados y profesores, la violencia institucionalizada por el régimen había agravado una herida mucho más antigua, más extensa y más profunda – la del genocidio premeditado de la población negra, pobre y marginal – y eso estaba lejos de acabar. 

Esto es un ensayo sobre el ensayo que fue escrito en América Latina, donde fuerzas políticas y proyectos de poder recurrentemente proclaman nuevas eras de progreso y civilización, que nacen prematuras y destinadas al abandono. Donde el ensayo especulativo es la forma por excelencia del crecimiento urbano e infraestructural, en detrimento del planeamiento y de la construcción colectiva de las ideas de ciudad y de territorio. 

En francés, essayer es “intentar”, pero también puede ser “hacer un ensayo”. En inglés, essay no tiene la misma raíz que rehearsal. En macuxi, esenupan es “ensayar” y “entrenar”, pero es también “enseñar” y “aprender”. En japonés 復習える (saraeru) equivale a “ensayar” y trae la combinación de ideogramas que remiten a las ideas de repetición y aprendizaje. 

En Latinoamérica, muchas veces sobra 復 (repetición) y falta 習 (aprendizaje). El ensayo del desarrollo se repite y no aprendemos sus lecciones. Eternamente emergentes, naciones se lanzan eufóricas a nuevas construcciones y las abandonan, semi listas o ya en ruinas, para retornar a su lugar común de proveedores de commodities. Las Olimpiadas, las hidroeléctricas, los diques, las catequizaciones. El cobre, el niobio, el pau-brasil. O sino: la república, la democracia, la integración racial, justo antes y justo después de la dependencia económica, de la dictadura, de la esclavitud. La educación y la censura en una cinta de Moebius.

En una entrevista hecha luego de su regreso a Rio de Janeiro, Oiticica habló sobre la tristeza de darse cuenta que ya no podría encontrar a muchos de los amigos que había hecho a mediados de la década de 1960 en la samba y en las favelas de Rio: “¿Sabes lo que descubrí? Que hay un programa de genocidio, porque la mayoría de las personas que yo conocía en la Mangueira o están presas o fueron asesinadas”. En 1965, Helio había acompañado de cerca la ascensión de una de las primeras milicias cariocas, el Escuadrón de la Muerte “Scuderie Detetive LeCocq”, cuyo líder inspirador fue un detective de policía muerto en confrontación con el bandido Cara de Caballo, amigo de Oiticica que fue tratado como enemigo público número 1 del país y ejecutado de forma brutal. Una década después, él se dio cuenta de cuán amplio era el saldo de la escalada de violencia estatal y paraestatal y fue una de las primeras voces a desafinar el tono de la “redemocratización”, apuntando a la persistencia del ataque masivo a la población periférica, mayoritariamente negra.

Aquí, cuando hay monumentos, son sobre todo aquellos que descaradamente reescriben la historia en versión gloriosa. Hay pocos museos de la violencia y del conflicto. Casi ningún aprendizaje. Sería mejor abandonar esos monumentos y multiplicar el ensayo como verbo que apalpa y respira. Ensayar aproximaciones y distancias, yuxtaposiciones y encadenamientos provisorios para dejar más o menos evidentes ciertos conjuntos de relaciones. 

En 1979, pasmado por la ejecución de un amigo más, Oiticica concibió un “parangolé-area” llamado La Ronda de la Muerte. En el formato de una carpa de circo negra, tendría luces estroboscópicas y música tocando en su interior, invitadoras, para que las personas pudiesen entrar y bailar. Mientras la festividad se desarrollase en su interior, el perímetro de la carpa sería rodeado por hombres a caballo, que darían vueltas alrededor de esa área emulando una ronda. La música en el interior encubriría el riesgo inminente que estaría del lado de afuera, alusión directa al estado de vigilancia y violencia que persistía a pesar de la aparente normalización del cotidiano.

Mientras viajaban las primeras noticias sobre la epidemia del nuevo coronavirus en Wuhan, las lluvias de verano trajeron a diversas capitales brasileñas un ciclo de repeticiones y retornos de lo que antes fuera recubierto. Si tantas ciudades fueron construidas por la codicia, clavando vías expresas sobre los lechos canalizados de sus propios ríos, bastaron algunas tormentas más inclementes para que las aguas se indisciplinen, recomponiendo los ríos por sobre las calles sumergidas. Algunos meses pasaron y aquella epidemia cuyas noticias venían de lejos se transformó en pandemia global, otra forma de catástrofe que pone en duda la sostenibilidad del modo como ocupamos y consumimos el planeta.

En 2019, imaginamos que podría ser el momento de retirar del papel la propuesta de La Ronda de la muerte, pues el programa de genocidio del que hablaba Oiticica desafortunadamente sigue presente en la realidad del país, patente, por ejemplo, en las aplicaciones asimétricas de la ley, que se reflejan en la racialización del sistema penal brasileño. Persisten también los escuadrones de la muerte y las milicias, actuando no apenas de forma local, sino vinculados a figuras de poder de alto escalón. Aunque la estratificación social y racial del país ciegue a ciertos sectores de la sociedad para seguir bailando como si todo estuviera bien, es suficiente salir un poco de los barrios elitizados de las grandes capitales para darse cuenta que la muerte nunca ha dejado de estar al acecho.

Planeamos, por eso, que la última performance a anteceder la abertura de la muestra principal de la 34ª Bienal seria La ronda de la muerte. No se trataba de un proceso simple, pues las instrucciones de Oiticica son bastante abiertas, dejando mucho margen para la interpretación y muchos desafíos de traducción para el tiempo presente. Ahora la situación se agravó por la pandemia, que desafía cualquier planificación y desfavorece, especialmente, grandes aglomeraciones –como la que Oiticida ansiaba. 

Lo más probable es que, una vez más, La ronda de la muerte siga como una idea no realizada; pero los motivos de esta suspensión posibilitan una reconsideración sobre la presencia de la muerte. Por un lado, la Covid-19 rompió todas las burbujas protectoras que dejaban que parte de la población se engañase sobre la seguridad de sus cámaras de vigilancia, sistemas de alarma y vidrios blindados –al virus le importan poco las salvaguardas ofrecidas por estos dispositivos. Por otro, la conducta de algunos políticos y empresarios materializa de forma brutal el proyecto genocida de construcción de este país, alimentando la angustia y la revuelta frente a los efectos multiplicados que la pandemia puede tener en las periferias, comunidades y presidios. La muerte se universaliza como amenaza común, al mismo tiempo que se agrava como realidad desigual. Tal vez La Ronda de la muerte no necesite llevarse a cabo en el Pabellón de la Bienal, porque está en todos lados. Sólo no hay música ni la estampida de las patas de caballos. El silencio de la ciudad amordazada es interrumpido apenas por las sirenas, cacerolazos y por los cantos que cruzan los vecindarios. 

Otro recuerdo: al músico bahiano Dorival Caymmi le gustaba repetir palabras muy sencillas en sus canciones. Lindo, lindo; palmera, palmera; arena, arena; añoranza, añoranza. Su canto contenido traía apenas lo suficiente para dejar transpirar la diferencia sutil que cada signo traía, inevitable, a cada repetición. Una diferencia del mismo orden de grandeza de la diferencia entre las olas que quiebran al borde del mar.

Más allá de la lección de forma, Caymmi transformaba en canto una propuesta alternativa de relación con el territorio, en la que los humanos son los que debían aprender a amoldarse a la temporalidad cíclica de la naturaleza, en vez de imponer a ella su temporalidad acumulativa y lineal.  

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